El fascinante mundo de la publicité
La vida en un rodaje consiste básicamente en esperar. Pero no esperar así un poquito, o eso, no. Esperar horas y horas y horas. En el caso de un fotógrafo, la espera media se situa en 12 horas. Te convocan a las ocho de la mañana, pero no puedes hacer nada hasta que han acabado el último plano, de modo que, con suerte, a las ocho de la tarde te dicen que ya, que adelante, y que rapidito que todo el mundo quiere irse a casa que estamos muy cansados. Qué haces entretanto? Pues acercarte a la mesa del catéring a ver si han traído algo nuevo. No, pero te comes un pastelito de zanahoria, que un día es un día. Hay una cesta con manzanas, por aquello de que te sientas culpable, y cada vez que vas y picas unos cuantos palitos con queso te dices que luego te vas a comer una manzana, que hay que hacer vida sana y eso. Al final del día llegas a casa y te bebes tres vasos de agua por aquello de desatascar las arterias, que lo viste en un documental del youtube, aunque a lo mejor lo del agua no tiene nada que ver con eso, pero estás muy cansado y tampoco es como para ponerse con sutilezas. Además, se te ha quedado la retina contaminada de ver todo el día el maldito fondo de croma y los azulejos de la cocina se ven de color rojo. Mejor a dormir.
Otra cosa diferente son los rodajes en tierras americanas. Por lo que he podido ver, en los catérings del otro lado del atlántico se compensa una cierta monotonía con la contundencia de las grasas hidrogenadas de la bollería industrial. Por suerte no es un tipo de trabajo que haga a menudo. No tengo yo voluntad para resistir tanta tentación y tendría ahora mismo la complexión y el peso de una botella de butano. Nunca me he considerado muy sibarita, pero hay que reconocer que en eso estamos de suerte. Puedo asegurar que al tercer dónut la cosa empieza a perder encanto.
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