No es país para viejos.

Library of Congress, Prints and Photographs Division, Washington, D.C
En los tiempos remotos estaba asumido que un fotógrafo debía tener una cierta edad y 10.000 horas para ser un profesional competente. La experiencia que sólo dan los años se consideraba imprescindible, y un veterano era valorado y respetado por las gentes de bien. Lógicamente, nos tocaba lidiar con la desconfianza por parte de algún cliente que pensaba que un niñato de veintipocos años no podía estar preparado para afrontar con garantías el trabajo. Pero mientras esperaba que me llegase el turno, vinieron otros tiempos, y la tiranía de la moda impuso que sólo los jóvenes tenían derecho al paraíso, y el resto debía morir. O por lo menos apartarse, que estropean la foto.
El mundo está cada vez más lleno de viejos, y sin embargo todos queremos ser jóvenes forever. Esta obsesión lleva a que carcamales en estado terminal mueran corriendo maratones, o aseguren que son «jóvenes de espíritu», por aquello de no quedar fuera de juego. Todo el mundo asegura que tiene un «equipo joven», como si eso fuera garantía de algo. Se convocan becas para «jóvenes talentos» y las revistas gozan publicando portfolios de «jóvenes emergentes». Las agencias, especialmente, tienen pavor al rollo viejuno, y parecen patios de escuela. De primaria. Me he encontrado en reuniones con diseñadores, creativos, directores de arte y toda la pesca, en las que podría ser el padre de todos los asistentes, si no fuera porque mis ansias reproductoras quedaron colmadas mucho tiempo ha.
Supongo que hubo un instante, mientras yo crecía y el mundo corría en sentido contrario, en que forzosamente tuvimos que cruzarnos, de modo que tuve la edad exacta en el momento preciso. Durante unas horas fui el puto máster del universo mundial. Lo malo es que no consigo recordar ese día, ni lo que hice. Si lo aproveché o lo pasé en la cama con gripe. O si fue aquel día aciago en que me obligaron a ir a IKEA. En todo caso, el momento ya pasó y de nada vale lamentarse. Carpe Diem, dicen los snobs. Y piensan que es el eslógan de una empresa de alfombras.